El frívolo optimismo de las industrias de la comunicación pretende hacernos ver que ya somos ciudadanos del mundo, capaces de asimilar las herencias más diversas y de confeccionarnos una especie de identidad de bricolaje. Pero, en realidad, estamos muy lejos de esta pretensión cosmopolita. La información, durante largo tiempo considerada como motor de la emancipación, puede convertirse en factor de incomprensión y hasta de odio.