¿Te acuerdas de aquellos perros de Tesalónica que no podían separarse tras haber copulado?, preguntó. En Kávala, respondí. Los viejos sentados en la terraza del café gritaban, prosiguió, y los perros aullaban intentando librarse el uno del otro. Y cuando salimos de la ciudad vimos una luna creciente y fina tumbada de espaldas, y tú y yo nos deseamos, ¿lo recuerdas? Sí, contesté. La rutina asfixia a hombres y mujeres, los aliena en su convivencia: la pareja se convierte en un monstruo bicéfalo de cinismo y el individuo se queda entonces irremediablemente solo, petrificado en un gesto de solidaridad hueca. Tal vez sea esto lo que dicen sin decirlo los cuentos de Los perros de Tesalónica . Porque esa es la manera de decir de Askildsen , seleccionar con precisión pequeños acontecimientos solo aparentemente insignificantes, conversaciones a primera vista sin trascendencia, movimientos reflejos, y volcarlos en la página con un lenguaje limpio, dolorosamente eficaz. Cómplice de esa mirada despiadada, al lector no le queda más que dejar que actúe su imaginación. No podrá evitarlo: le hablan a él; hablan de él.
