Alguna virtud de maravilla tendrá el arte de Rockwell para haber sobrevivido al descrépito copioso de la crítica y a los riesgos no menores de una extensa popularidad. Pocos artistan han soportado mejor que él no ya el gravitar sobre el imaginario colectivo sino su pervivencia como cliché y como realidad diaria, en un imán de la nevera, en una postal o repetido al infinito en tazas de desayuno y en servilletas de papel. Es casi milagroso que Rockwell haya podido traspasar las hojas volanderas de las revistas y quedar como mezcla perfecta de sustancia y benevolencia, salvando con el rigor del arte y la delizadeza justa el peligro de la banalidad. Quizá es que en todos y cada uno de los cuadros de Rockwell hay una corriente de narratividad que les aporta un significado que permanece, más allá del hecho de que pintara -también- con el imperativo de gustar. Sólo escasas veces, aquello que llegó a tantos y que metabolizaron tantos, llegó con el efecto de acostumbrarlos no a la vulgaridad sino a una familiaridad con la verdad y la belleza.
