ÓLa decada de los sesenta, entre brumas y esperanzas, fue una señal generalizada de protesta anticapitalista, de armamento ideológico cargado de futuro, de ofensiva de quienes Frantz Fanon había denominado como Ñlos condenados de la Tierra ... y de revolución. Entre este jardín de revoluciones y perspectivas liberadoras se alzó la figura inconfundible de un negro americano, que reivindicaba la negritud desde sus asientos más firmes. Nació y murió en medio de una sociedad sin matices, tan racista y clasista que no cabía en injusticias. Su nombre: Malcolm X. Durante una decada fue el polo referencial para miles de compañeros, la mano solidaria que se acercaba a las recientes muestras de las posibilidades que guardaban las explosiones de los humillados. Cuba, Argelia, Tanzania, Oriente Medio fueron etapas exteriores de sus viajes; universidades, refugios, callejones y cárceles sus interiores. Malcolm X fue la razón, la teorización y la experiencia contra el tirano en sus propias tripas. Por eso los mismos aparatos del sistema -como una forma más de hacer de su cacareado estilo democrático- acallaron su voz con unos gramos de plomo (Iñaki Egaña).
