Jesús, arrebatado por Dios a la muerte, no ha hecho realidad el sueño profético evocado en los himnos de las epístolas de la cautividad. El don de su Espíritu no ha eliminado las fracturas, de modo que las divisiones siguen activas y degeneran a menudo en hostilidad. Hay un camino posible: asumir de manera positiva la división. El cristiano cree en la ejecución de una sinfonía final cuya partitura ignora, aunque sospecha que aún no ha sido escrita. Pero algunos indicios permiten adivinar su grandiosidad.