Y más tarde la lluvia salpicó mi tristeza en su dulce abandono y cubri mis heridas con la suave ternura del papiro y del loto. Y recordé esos versos de mi adolescencia que tanto exaltaron mi espiritu inqueieto: ¡Dios mio, qué solos se quedan los muertos! Y respiré esa brisa que tú respirabas y esprimi del junco la última gota que alivió mi inquina y mi resquemor. Y más tarde la lluvia inundó las arenas y el cálido cactus se empapó de recuerdos. Mirétu mirada enjuagando mi rostro con tus lágrimas frías y sentí la agonía de tu muerte en la mía como si fuera amor. Y senti tu agonia tu muerte y la mia y sentítu mirada como si fuera amor. ¡Dios mio, qué solos se quedan los muertos!