Un amigo parisino me llamó por teléfono a fines de noviembre de 1974. Me dijo que Lotte Eisner estaba muy enferma y que sin duda iba a morir. Le respondí: no es posible. No en este momento. El cine alemán no podía prescindir todavía de ella, no debíamos permitir que muriera. Tomé una chaqueta, una brújula, una bolsa de deportes y los enseres indispensables. Mis botas eran tan sólidas, tan nuevas, que merecían mi confianza. Me puse en camino hacia París por la ruta más directa, convencido de que, yendo a pie, ella sobreviviría. Además, tenía ganas de estar a solas conmigo mismo. Mi diario de marcha no estaba destinado a ser leído. Hoy, al volverlo a tomar en mis manos, me ha conmovido singularmente, y el deseo de hacerlo leer me ha ayudado a vencer el pudor de mostrarme desnudo ante ojos extraños.