La construcción del Yo resulta ser una tarea difícil, problemática, tal vez improbable. Lejos debieran estar, pero, por desgracia, no lo están (las involuciones son continuas y las actitudes reaccionarias de todo tipo y en todo ámbito cada vez proliferan más), aquellos tiempos en que determinadas características de lo humano eran consideradas como algo dado, ya sea por las divinidades de cualquier tipo, por la Naturaleza, o, en versión más moderna, nuestro código genético. Lo que somos, lo que hemos venido a ser, lo que desearíamos o hubiéramos querido ser, es el producto inestable de una pluralidad de factores (en su inmensa mayoría no controlados por nosotros), resultados muchas veces aleatorios del tiempo y del espacio. No menos cierto es que esta ansiedad por la definición del individuo resulta ser producto sobre todo de una determinada tradición occidental, y que ese Yo, sujeto ontológico, no adquiere tal centralidad en otras tradiciones, o incluso en muchas variantes o épocas de la nuestra.