Don Diego Sarmiento de Acuña, señor de Gondomar, fue nombrado embajador en Inglaterra por su majestad don Felipe III en el año 1612. Tras este dato, frío y burocrático, casi perdido entre la hojarasca de los archivos, se abre la dilatada carrera del más avisado y experto embajador español de la Edad Moderna; su providencial llegada al campo internacional se debió al capricho de un privado, Lerma, que, deseoso de eliminar a un peligroso competidor, dio a la declinante Monarquía hispánica un improvisado pero sagaz muñidor que puso en valor la diplomacia medrosa y alicorta del primero de los Austrias menores. El conde de Gondomar, tan admirado como odiado en las chancillerías europeas, condensa en su persona términos tan antonomásticos como el Embajador de España y el Maquiavelo español (T. Scott scripsit), que resumen su papel en la Europa del primer cuarto del siglo XVII. Personaje fractal, complejo, no agota en la embajada su andadura por las altas magistraturas de la Administración de la Monarquía; miembro de la pequeña nobleza terruñera, aquella fidalguía provinciana de Murguía, condensa en sí mismo el destino, la herencia de una parte, la mejor, de la aristocracia del antiguo reino de Galicia: el servicio fiel a su monarca y a su país, Galicia, reclamando como político sus instituciones preteridas, reivindicando como erudito su cultura, su historia y defendiendo como soldado el suelo patrio con la espada en la mano.
