“La música, don de Dios, sonaba en la radio cuando por fin paró el coche por encima del pueblo, desde donde se divisaba todo el valle. Habíamos llegado al culo del mundo: Barros. Aquí estaban nuestras raíces. Yo estaba, sin saberlo, en el mismísimo infierno, aunque el entorno era paradisiaco. Este podría ser el título que resumiera el próximo episodio de mi vida, pero como no creo en el infierno, lo llamaré simplemente: AGAPÉ (Amor altruista). Corría el otoño y así lo demostraba el campo precioso con sus diferentes matices de colorido follaje. Tras haber vivido este último año horrible en París, cambiábamos de aire, empezábamos todo de nuevo. Bo se recuperaba de su meningitis agotadora contagiado por su hija que la sufrió una semana antes. En el hospital le habían descolocado vértebras al hacerle una punción lumbar sumamente dolorosa, y todavía meses después, era incapaz de sentarse a la mesa para tomar una comida; tenía que levantarse cada poco rato y pasear, desesperado. Así, en este estado, llegamos a nuestro pueblo natal, en busca de paz y calma, yo con una hija en cada brazo, aunque la pequeña ya empezaba a hablar, habíamos malvendido, a toda prisa, nuestra casita a las afueras de la ciudad para reponernos en el pueblo y al mismo tiempo, hablar a nuestra familia de nuestra nueva fe, una que aun siendo cristiana, no se conocía por allí, y con la esperanza puesta en el Reino de Dios, emprendíamos un nuevo rumbo. Fuimos a casa de mi madre y su energúmeno marido Pantagro, que era grande bastante para acogernos. Llevábamos un coche viejo, el único en el pueblo, ya que fue por entonces que llegó el primer tractor, también de segunda mano. Sería por lo del coche, por nuestro vestir —aunque ahora íbamos muy correctos— la gente empezaba a mirarnos como a un bicho raro. Empezaron a surgir problemas. […]”
