Mi particular ángel caído pareció desde el principio enfundarse en una poesía epigramática, sobria, rotunda, que respondía a la necesidad de explorar los límites, de pendular entre lo vivido y lo no vivido, lo aprendido y lo inventado, lo revelado y lo velado. Parece esta la única forma de adentrarse en materia solemne, un abrirse paso entre la maleza que nos lleve hacia lo sagrado y nos aleje de la creencia impuesta. Forma y contenido no son en ningún caso premeditados, sino que se amoldan como sola unidad al ritmo interno del poema. La musicalidad del verso tiende irremisiblemente a cero y es el silencio -principal protagonista- el que sirve de andamio a la palabra. A modo de ritual, el sigilo y la oscuridad dotan de especial relevancia a lo poco que allí acontece: dos o tres imágenes, vagamente iluminadas, que lo dicen todo, que no tienen por qué decir más. La ceremonia que rodea al texto no es sino otra vía de escape de lo cotidiano o, más bien, un subterfugio para extraer del día a día una brizna de asombro: la epifanía que inesperadamente surge de lo acomodaticio. Por Esther Giménez
