Para Jesucristo, el Hijo de Dios y el hijo del hombre, las realidades humanas en las que nació y creció le sirvieron en su aprendizaje humano, por eso se dice de él que crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría (Lc 2,40). Sin embargo, él contó con una fuente de conocimiento, a la que el hombre natural no tiene acceso por sus propios medios: su mismo Padre, que me ha enviado, me ha mandado lo que tengo que decir y hablar (Jn 12,49). En consecuencia, nos encontramos ante un Maestro, de cuya doctrina no se puede dudar, por la simple razón de que no está sujeta a error; el problema del hombre, en el que debe centrar todos sus esfuerzos, está en entender el verdadero significado de las palabras del Maestro. Más aún, el hecho de que este Maestro nos hable con frecuencia de materias de materias que no están al alcance de la mente humana, nos exige acercarnos en fe y mantenernos en fe, fiándonos del Maestro que enseña más que de la compresión de su doctrina. La fe y la inteligencia se necesitan y complementan, pero la fe tendrá en este caso la última palabra.
