Todos y cada uno de nosotros necesitamos recrear nuestros corazones, espÃritus y egos, o como deseemos llamar al átomo del Padre que llevamos como guÃa de nuestros actos. Estos comportamientos que dÃa tras otro abordamos en nuestra intimidad nos pertenecen como lo más propio y sagrado. Son nuestros secretos inconfesables. Y a solas los confesamos a nuestra fiel soledad que jamás nos abandona. Entonces anegamos los sentidos de sensaciones vividas que en el cerebro retenemos y nos acompañan allá donde estemos. Nuestros secretos sólo en especiales circunstancias llaman a los sentimientos que guardamos en los corazones como algo Ãntimo e intransferible. Al suscitar interiormente las más recónditas intimidades, afluyen a nosotros anegando los raciocinios rigurosamente guardados en los corazones. Éstos, al despertarse, alcanzan las fibras sensibles que todos poseemos y brotan, haciéndonos abordar rememoraciones de las etapas más dichosas y descabelladas de nuestra vida. Nacido en Granada, mi vida cierto dÃa me condujo a las faldas de Sierra Nevada. TodavÃa pasaron muchos años que, entre estudios, obligaciones, prestar ayuda y divertirme con los amigos, solamente ascendÃa a la sierra en tiempos vacacionales, pero como resultaba tan sublime la satisfacción que mis sentidos recibÃan al estar en contacto con la naturaleza, a pesar de mis obligaciones empecé haciéndome huecos, hasta lograr que mis escapadas fueran semanales. Nada más subir al tranvÃa mis sentidos me decÃan que lo que estaba haciendo me satisfacÃa plenamente. Eso de tener al alcance de mis manos aquella flora autóctona, desde almendros hasta el cardo cuco o la manzanilla, me embriagaba de sensaciones difÃcilmente explicables y me convertÃa en otro hombre, mucho más sencillo y sin tantos alardes de hombre culto ante quienes no pudieron estudiar. En la sierra llegaba a encontrarme enano o insecto al pensar en la magnanimidad de la madre naturaleza.
