El autor rescata su relación epistolar y telefónica con Ramón Sampedro, el tetrapléjico que durante treinta años reclamó ayuda para bien morir. En el libro se aprecian dos actitudes: la inquebrantable decisión de Sampedro para dejar de ser un cadáver pensante y la pusilanimidad del autor ante la amenaza de enjuiciamiento, que pesa lo suficiente como para negarle la ayuda a su amigo.