La pérdida de la inocencia puede empezar cuando uno se pregunta por qué los dibujos animados llevan sombrero y corbata y no pantalones o ropa interior. De ahí a asociar la incorruptible soltería de tu prima con el póster de Juan Salvador Gaviota que, superada la treintena, aún cuelga en su alcoba, media un paso. Prácticamente el mismo recorrido que tercia entre el alevín de cinéfilo que se cuestiona la identidad del que pintó de fucsia un minicine (mini...¿qué?) y cuando, unos años más tarde, se acuerda del antepasado de quien colocó el agujero del donut en el reposabrazos de su butaca. Afortunadamente, también hubo tiempo de que se colaran personajes, paisanajes y, sobre todo, unas docenas de películas asombrosas, festivas, mágicas, iniciáticas (con perdón) e inmortales (o eso parecían desde el andamio vienteañero). Este libro, que, por cierto, habla de Disney y Woody Allen lo justo, reivindica con nostalgia e ironía ese espíritu de eterna sorpresa y descubrimientos tan necesario para quitar las manchas y lamparones con que el cine, la vida y la vista cansada nos embadurnan la pechera hoy por hoy.
