Existe la creencia de que la Roma clásica abruma más que fascina; avasalla más que enamora. Los tópicos escépticos se acumulan sobre ella: que si se limitó a copiar a los griegos; que si su arte es de una perfección fría, sin alma; que si fue una civilización de militares y burócratas, tan minuciosa como insulsa; que si tras el supuesto culto al conocimiento se agazapaban la crueldad y la codicia… No te dejes aturdir. Lo mires como lo mires, muchas de sus obras públicas –acueductos, calzadas…– fueron tan perfectas que han llegado a nuestros días; buena parte de las normas que regulan nuestra convivencia civilizada derivan del Derecho romano; y el alfabeto latino es el vehículo de comunicación para dos mil quinientos millones de personas, incluidos tú y yo. Crecimos con los mitos latinos, nuestra forma de interpretar el mundo está influida decisivamente por ellos. Somos, en suma, descendientes de Roma. Por eso, visitar la ciudad tiene un componente de regreso a las fuentes, de vuelta a los orígenes.
