Imagínate una tarde tórrida de verano. Caminas solo por las calles desiertas de tu ciudad. Sin fijarte en el título de la película, entras en el primer cine que encuentras para refugiarte del calor asfixiante. Qué raro. No hay nadie en la sala. Sólo tú. Se apagan las luces. En la primera escena aparecen unos escolares uniformados con batas de rayas. Caminan en fila de a dos, muy ordenados, entonando una canción religiosa, Vamos niños al sagrario. Uno de los niños, de pelo rizado y orejas de soplillo, se parece mucho a ti cuando eras pequeño. Eres tú. En la siguiente escena, otra vez tú, ya treintañero, dando clase, enseñando integrales a unos chicos de COU. Después, en la mili, corrigiendo la lectura de un compañero de fatigas. Y luego más escenas encadenadas, sin orden, con concierto. Siempre tú de protagonista: los sudores en las oposiciones, una antigua alumna enfermera sacándote sangre, el día que el profe de historia te pilló copiando, el viaje de estudios en el que un alumno se emborrachó hasta el coma etílico, la aburrida Facultad de Matemáticas, las bofetadas de los curas, la alumna ciega. Tranquilo. No es el último viaje, no es el instante trágico en el que, dicen, se concentra en un torbellino la existencia del moribundo. Simplemente es una retrospectiva ácrona de un profesor de matemáticas de instituto que nota que le queda menos por andar que lo andado. Simplemente. No. No simplemente. Es algo más. Esa macedonia de recuerdos conforma una crónica posible de la enseñanza en los últimos cincuenta años. El desorden del baile cronológico ayuda a entender mejor el contraste de las épocas. No importa que el personaje del libro no seas tú. Nacido antes o después que el autor, seguro que en algún momento habéis sido compañeros de reparto. Aun sin conoceros habéis actuado, estáis actuando, en la misma obra de teatro. Que suba el telón.