Blues del silencio merece incorporarse al elenco de obras que logran asomarse a esos pasadizos de dolor donde la humanidad se retuerce sobre un lecho de ortigas. Novelas que discurren sobre el filo de una navaja, sostenidas en el difícil equilibrio de una sensibilidad exacerbada, a ratos sublime y a ratos desgarradora. Leyéndola, resulta inevitable asociarla con los grandes hitos del género de novelas de manicomio: Alguien voló sobre el nido del cuco , de Ken Kesey ; Nido de víboras , de Mary Jane Ward ; Al salir del infierno , de John Franklin Bardin ; o, por citar un exponente más próximo, Los renglones torcidos de Dios , de Torcuato Luca de Tena . Como en las novelas citadas, la acción de Blues del silencio transcurre en gran medida en una institución psiquiátrica. Pero Lola Santiago no se ha conformado con narrar los padecimientos de una interna en uno de estos establecimientos; a Lola Santiago le interesan, sobre todo, las vicisitudes interiores de su protagonista, ese venero de anhelos truncados y aspiraciones reprimidas de una mujer hecha añicos que pugna por recomponerse, ante la hostilidad de un mundo que no la entiende. En este sentido, creo que el modelo más cabal de Blues del silencio -modelo que acaso la autora ni siquiera conozca, pues la familiaridad de su novela con la obra que enseguida mencionaremos es más de índole espiritual que estrictamente argumental- es La campana de cristal , de Sylvia Plath . Como la Esther Greenwood de La campana de cristal , Alba es una mujer en tránsito por el infierno; como ella, la angustia y la aflicción la acechan, le lanzan sus dentelladas inclementes, la obligan a rescatar los retazos e hilachas de una vida extraviada entre los escombros de la degradación mental. Pero lo que distingue la novela de Lola Santiago de cualquiera de las anteriormente citadas es su indeclinable esperanza, su fervorosa confianza en ese fondo de humanidad invicta que aletea
