Nunca se quedó atrás nuestro pasado: tenaz, entre intervalos de aparente olvido, nos fue siguiendo los pasos, furtivo como un ladrón detrás de los árboles. Pasajero invisible en los viajes, se embarcó con nosotros en los trenes y aviones que por deseo o fuga abordamos. En los cuartos de los hoteles, tras el azogue de los espejos registró celestinamente los cuerpos prohibidos que amamos. A menudo, es cierto, perdió el sentido (no las huellas) de nuestro tránsito, pero siguió, indigente, recolectando fragmentos de cuanto vivimos. Sólo bastó que llovieran los años y nos volviéramos lentos para sentirlo sobre la espalda, con su talego de calamidades y milagros.