1808 es el año crepuscular de una España nueva que en sus grandes rasgos continúa vigente en nuestros días. Tras las efemérides gloriosas de la Guerra de la Independencia se produce un gigantesco esfuerzo revolucionario para dar al país una estructura nueva. Aquí, como en Francia, la Revolución necesitará decenios antes de su definitivo triunfo, que no puede considerarse como realidad hasta tanto que los nuevos ideales y concepciones adquieran la calidad no de ideas, a que se adhieren grupos más o menos numerosos, sino de vivencias por todos compartidas, de modos peculiares de concebir, sentir y expresar las realidades, hasta tanto no se consigue sean concebidas como leyes y principios naturales, concepciones típicas del pensamiento liberal burgués, tales como la ciudadanía o el derecho de propiedad, por no citar sino dos de sus más características formulaciones conceptuales. La ausencia de una auténtica visión de nuestra historia más inmediata ha permitido y permite los comentarios fáciles y los juicios peyorativos sobre uno de los períodos más fecundos -cualquiera que sea su sentido- de nuestra vida nacional, en que la apariencia caótica ha bastado a ocultar su radical trascendencia y su sentido unitario y progresivo, término éste que utilizo en su simple valor etimológico de avance en dirección a una meta, absteniéndome por el momento de toda valoración moral o política en relación con los ideales propuestos.