Resulta imperdonable haber publicado este libro, no tanto por lo que desvela sino por lo que anuncia o sugiere. Resulta lamentable que este libro, insólito en lo ornamental y monstruosamente esteticista, pueda llegar a ser leído con complacencia por alguien que no esté previamente enfermo de imaginación o incluso por algún descreído de la fantasía. Nada bueno augura su divulgación; muy al contrario, contribuirá sin duda a precipitar el advenimiento del fin de los tiempos. Por sus páginas, que son calles, se pasean fantasmas lascivos que le muestran el tamaño de su rijo a las porteras; vampiros derrotados por el paroxismo de las tecnologías; brujas de corte visionario que arengan al populacho en el cadalso con consignas libertarias; hombres lobo consumidos por la metafísica y la bulimia que van sembrando el terror de sus colmillos en la carne indefensa de los niños desvalidos que pueblan los suburbios. Por sus calles, que son páginas, deambulan catedráticos endemoniados que vuelan por los aires; sorprendentes criaturas caídas del cielo que sobreviven gracias a la caridad que se les tiene; perversas adivinadoras que escrutan el futuro en la inmundicia, o aristócratas lánguidos que prefirieron la muerte al despecho insoportable del amor. En este libro raro queda condensada esa parte de la historia de una ciudad que pudo haber sido, y que acaso lo fuera, un cacho de leyenda inverosímil y pese a todo cierta, un fragmento de historia real y sin embargo alucinante, un callejero trenzado, en definitiva, como una trampa de la inteligencia por el execrable Ibrahim Pérez Judas. Él es el artífice de estas páginas, él es el enigma de este libro. Quien se atreva a buscarlo acaso halle la inmortalidad, no sólo la del cuerpo o la del alma, tan discutibles, sino esa otra más evidente de la literatura.