Mi hermano Ricardo fue uno de los miles de desaparecidos por las fuerzas militares ocupantes de la Casa Rosada durante la larga noche de la última dictadura argentina. En su caso, está probado que existió una asociación ilícita entre el Primer Cuerpo del Ejército y el Batallón 601, que cometieron los siguientes crímenes de lesa humanidad para terminar con su vida: privación ilegítima de la libertad, tormentos, reducción a la servidumbre y homicidio agravado por ensañamiento. Cuando empecé a trabajar en la reconstrucción de la saga de los Zuker, una crónica ininterrumpida de destierro y exilio, sabía que mi responsabilidad era arrancar a mi hermano del horror insepulto, para volver a arroparlo en el recuerdo de todos los que lo amamos. Pero también tratar de explicar cómo se convirtió en un joven comprometido con la liberación de la patria, hasta atreverse a tomar las armas para hacer justicia por cada uno de sus compañeros muertos. Sabía que sólo el dolor podía conspirar contra mi objetivo, y de hecho muchas veces las lágrimas deformaron las palabras en la pantalla de la computadora. También cuando mi padre se fue, dejándome como única testigo de la historia de nuestra familia. Una familia atravesada por las mismas penas y dolores que acompañan la condición humana, y que se amó con la furia y el despropósito de las grandes pasiones. Hoy siento que las palabras amorosas de los amigos de mi hermano pueden curar las heridas que sus torturadores le infligieron, que sus entrañables escritos le devuelven la dignidad que los asesinos pretendieron arrebatarle, que los documentos de Inteligencia sirven para señalar la magnitud del exterminio. A través de este libro creo haber obtenido una pequeña victoria sobre el enemigo genocida. Aunque no me devuelvan su cuerpo, sus sueños de justicia estarán vivos para siempre en el inviolable cementerio de la memoria.
