Chile, septiembre de 1973. El mes conocido anteriormente por las radios y los periódicos como el de las glorias nacionales se había transformado en el de la vergüenza, la tristeza y la represión. En las plazas y lugares públicos tanques, jeeps y otros vehículos con soldados armados y dispuestos a disparar controlaban avenidas y paseantes. Pasados los primeros días de impotencia y asombro, los supervivientes del horror empezaron a surgir desafiando a los asesinos del futuro y las primeras reuniones clandestinas florecieron al amparo de las sombras. Un horizonte de pesadilla a ritmo militar se paseaba por los cuatro puntos cardinales del país. Con temor y en voz baja se hablaba de la existencia de campos de concentración. El tiempo del silencio empezaba a ser una realidad y a veces entraba por las grietas de los muros como un gas nocivo, apoderándose de las mentes de los que allí habitaban aunque, labradores del mañana, desafiaban a las fieras y sembraban la tierra de ideas libertarias.