Siempre he creído que un Mundial es la apoteosis para todos los aficionados al fútbol. Por eso, desde 1950 a nuestros días he vivido intensamente, emocionadamente, todos los que se han disputado, unos a través de la radio o televisión, otros en vivo y el de 1990 desde un hospital londinense, ya que, estando cubriendo la información del torneo de tenis de Wimbledon para mi inolvidable Antena 3 de Radio, sufrí una repentina y gravísima peritonitis, siendo trasladado al Charing Cross Hospital de Londres, donde fui intervenido quirúrgicamente, recibiendo un trato excepcional. Pero, dejando atrás los malos recuerdos, vuelvo al Mundial de Brasil, de todos el que más huella me dejó, quizá porque apenas tenía quince años y el fútbol era para mí algo más que una afición. ¡Cuántos zapatos rotos, cuántos balones viejos, reventados, cosidos y remendados, que pesaban como marmolillos; cuántos campos de tierra pisados, la mayoría con baches traicioneros y agua hasta los tobillos! Cuántos viajes, algunos hasta en las cajas de los camiones que recogían los frutos de la vendimia. Sus dueños aprovechaban los domingos para transportarnos y sacar algunas pesetas. De regreso a casa, nos protegíamos del frío echándonos los telones que diariamente cubrían la uva de mi fértil, querida y ubérrima Tierra de Barros.
