La retórica del terror dedica sus primeros capítulos a asentar la idea de que el lenguaje no se limita a expresar nuestras ideas, sino que va mucho más allá, hasta el punto de estructurar nuestro pensamiento. Veres señala que aquellas distinciones que no se expresan mediante el lenguaje terminan por desaparecer, empobreciendo así la propia realidad. Al designar un objeto con un término en vez de con otro, el hablante está determinando la realidad comúnmente percibida. No es extraño que en el ámbito público, el significado de las palabras, como apuntaba Lewis Carroll , dependa de quién manda; el lenguaje mismo, pues, no está exento de ideología ni libre de manipulación. La segunda parte de La retórica del terror se ocupa de las relaciones entre el terrorismo y los medios de comunicación. Entre ambas categorías se da una peligrosa simbiosis, afirma Veres, porque las noticias sobre atentados terroristas incrementan la audiencia de los medios y estos, a su vez, sirven de plataforma propagandística, siquiera involuntaria, a sus causantes (de hecho, si los medios no se hicieran eco de los atentados, la actividad terrorista perdería gran parte de su sentido). En esta simbiosis que denuncia Veres, los terroristas ofrecen espectáculo a los medios y éstos, en contraposición, ofrecen a aquellos una plataforma pública para sus reivindicaciones. Entre los aspectos prácticos del libro destacan las recomendaciones sobre el tratamiento que los periodistas deben dar a las noticias terroristas. Más allá de las recomendaciones concretas que el lector encontrará en el capítulo octavo, en general la noticia terrorista no puede tratarse como una noticia cualquiera, pues en tal caso se producen efectos ética y socialmente indeseables: las empresas informativas se disputan las primicias y pujan por las imágenes, la información interfiere en el curso de las investigaciones policiales, se convierte en espectáculo el dolor y se pierde el respeto debido a las víctimas y a sus familiares.