Obra de circunstancias, como casi todas la suyas, La Ciudad de Dios es un gigantesco drama teándrico en veintidós libros, síntesis de la historia universal y divina, sin duda la obra más extraordinaria que haya podido suscitar el largo conflicto que, desde el siglo I al siglo VI, colocó frente a frente al mundo antiguo agonizante con el cristianismo naciente. Obra imperfecta, ciertamente, repleta de digresiones, de episodios, de demoras, de prolongaciones, en la que no todo es del mismo trigo puro. La proyección, en el más allá del espacio y del tiempo, de lo que el Santo sabe por haberlo experimentado él mismo, en un presente cargado de su propio pasado y de su propio porvenir, le llevó a consideraciones aventuradas, discutibles o francamente erróneas. Pero la obra resulta de una excepcional calidad por el plan que la inspira, y de un inmenso alcance por las perspectivas que abrió a la humanidad. Añadamos a esto que se encuentra en La Ciudad de Dios el primer ensayo grandioso y coherente de coordinar la marcha de los acontecimientos y el progreso de la humanidad con la lucha incesante entre los hombres esclavos del hombre y los hombres que son los servidores de Dios. Desde este punto de vista. La vida de la humanidad entera se ostenta como un maravilloso poema que se desarrolla a lo largo de los siglos. Poema del que uno mismo no puede recorrer sus páginas sin sentir un inmenso amor y una intensa admiración por el modelador inefable que creó el mundo con el tiempo, que regula su orden y sus armonías, poniendo de acuerdo los contrarios y adaptándolos a los tiempos. Este Dios que ve y quiere y mueve todos los seres inmutablemente, que creó todas las cosas por bondad, tanto las pequeñas como las grandes, señalándolas todas, y en primer lugar al alma humana, con la impronta de la Trinidad divina.
