Los Ensayos de Montaigne, publicados en 1580, constituyen un “libro único en el mundo, de intención rara y extravagante”, según su autor, hoy sorprendentemente actual en muchos de sus planteamientos. Los temas que aborda son innumerables. Pero hay uno que inquieta especialmente al pensador: la educación. Si una vocación tuvo Montaigne fue la del maestro, sin pedagogías ni instrucción, sino a partir de la experiencia del hombre. Alejado de la idea de la enseñanza como acumulación de saberes, anclada en la memoria, desgrana la importancia del entendimiento y de la formación de la propia conciencia. Como buen humanista, entiende que la finalidad de la educación es la persona, su relación consigo misma y su desarrollo pleno. Y como considera que a partir de cierta edad, el adulto, inmerso en la lucha por la vida y la fortuna, poco puede aprender, fija su atención en la primera edad, cuando es maleable y curioso el niño, al que se acerca «con respeto, con sagrado temblor, pues conoce la delicadeza de lo tierno», según Martínez Estrada.
