En nuestro frenético mundo de mensajes instantáneos, créditos instantáneos, gratificaciones instantáneas, la pregunta ¿por qué esperar? o el consejo ¡no espere! parecen suscitar un acuerdo unánime. A nadie le gusta esperar. Sin el atractivo del aburrimiento o del deseo, la espera ni tiene un interés melancólico ni es desesperadamente romántica. Entre esperanza y resignación, aburrimiento y deseo, satisfacción e inutilidad, la espera parece extenderse por el vacío. Pero esperar es, también, disponer, sin quererlo, de tiempo.