Jorund Ericsson contemplaba con la mirada vacía el enorme túmulo funerario, lo bastante grande como para albergar una galera vikinga y todas las pertenencias necesarias para que su ocupante llevara una buena vida en el otro mundo. Hacía más de un año que había partido hacia Oriente, a luchar en las guerras del emperador de Miklegard, la lejana Bizancio. Soldado de fortuna durante toda su vida, Jorund había formado parte de la élite de la guardia varega, compuesta por vikingos escogidos de entre muchas naciones. En el viaje de regreso a casa había matado el tiempo luchando bajo la bandera del rey noruego Olaf Tryggvason, que había vuelto a la ofensiva en Bretaña esparciendo a su paso el rocío de la espada como una marea sangrienta. Para Olaf (que era, a la sazón, tío paterno de Jorund), aquello no suponía más que un breve alto en sus luchas territoriales con el rey danés Sven Barba Partida. Algunos decían que la guerra era el modo de vida de los vikingos. Era cierto. Jorund reconocía sin sonrojo ser un maestro en el arte de la espada; un mercenario, pero no sin escrúpulos: sólo seguía a aquellos caudillos cuyos valores y propósitos podía compartir. Al seguir aquella senda, tenía a la muerte por constante compañera y había perdido hacía tiempo la cuenta de los hombres que habían sucumbido bajo su espada y de los compañeros de armas que moraban ya en el Valhalla. Pese a todo, no esperaba encontrarse aquello al regresar a casa. Angustiado, sus ojos se movían de un lado a otro, escudriñando la tumba. (...)