En su libro El ángel literario, durante una reunión que tuvo con el escritor Andrés Trapiello , en Madrid, Eduardo Halfon narra ya los primeros anuncios de un misterioso boxeador polaco. Tu apellido, Eduardo, ¿de dónde proviene? Líbano, le dije, mi abuelo era un judío libanés igualito a Alfred Hitchcock. ¿Y tu abuelo materno? Polaco. ¿Judío también? Sí, judío también, y le hable un poco de Lódz, de Sachsenhausen, de Auschwitz, del boxeador. Mira, hombre, exclamó levantándose a contestar el teléfono, eso o lo escribes tú o lo escribo yo. Espero que lo escriba él. Desde entonces, y a través de otros personajes y de otras historias -la de un poeta indígena inmerso en un mundo distante y ajeno; la de una seductora hippie israelí viajando por Centroamérica; la de un académico norteamericano experto en la obra y las bromas de Mark Twain; la secreta, inconclusa, untada de jazz, de un pianista serbio; o la de un discurso lusitano de quince minutos sobre la literatura y la realidad y el cine de Bergman-, a través de todas ellas, la historia de ese boxeador polaco empezaba ya lentamente a gestarse, a imponerse, a pedir ser escrita por un nieto, quien a su vez pedí no escribirla, aunque también, de alguna manera, sabía que debía hacerlo. Ustedes, los judíos, nacen con una novela ya escrita bajo el brazo, me dijo Andrés al sentarse.