Tendría cinco o seis años, iba de la mano de su madre por el gentío agobiante, penosamente inclinado. En la manga derecha y corta de su camisa caqui cómo golpeaba al pasante la ausencia total de su brazo. Pero él caminaba alegre y, dando pequeños saltos, insistía en el juguete que debía comprarle. Y ella lo miraba sonriente, inmensamente feliz, diciéndole cien veces sí con los ojos y los labios.