Willi Münzenberg fue el organizador más brillante que tuvo el comunismo y que a Lenin encomedó la más trascendente misión para extenderlo internacionalmente: la propaganda. De aspecto rudo, cuadrado y recio, contaba a la vez con un talento versátil, casi literario, con una ilimitada capacidad de acción y una determinación despiadada e inteligente. Emanaba una autoridad tan hipnótica que Arthur Koestler dijo: “He visto a banqueros, ministros, duques y jerarcas inclinarse con obediencia de escolares ante él”. Parecía lo contrario a un estrecho doctrinario. Forzado a seguir las directrices del partido, las bordeaba con imaginación. Fue creador de un complejo sistema para la seducción de los intelectuales y de Occidente. Era la bestia negra de Goebbels , quizás por la familiaridad de técnicas comunes. La inevitable traición, una de tantas, en las que tan pródigo era el sistema, acabó de la peor manera con este inteligente estratega y experimentado propagandista que, de hacer nacido en América, como dice Antonio Muñoz Molina, habría llegado a ser uno de aquellos empresarios colosales, al estilo de Hearst, Morgan o Ford. Estaba hecho de la misma pasta, de una irresistible inteligencia práctica y de una voluntad sin reposo ni misericordia.