Cuando Oliver, conde de Stewkesbury, pidió a la bella lady Vivian Carlyle que ayudara a sus primas americanas a conocer a la flor y nata de la sociedad londinense, no podía imaginar el peligro que lady Vivian iba a suponer para su propia cordura. En contacto íntimo con la encantadora dama, Oliver descubrió que no podía dejar de pensar en ella: en su ingenio, en su sonrisa, en sus labios... Así pues, cuando Vivian, que había jurado no someterse nunca al yugo del matrimonio, sugirió sin rodeos que se hicieran amantes, su escandalosa proposición se convirtió en una tentación en estado puro. Entre tanto, una alarmante serie de robos de joyas sacudía Londres, y la siempre temeraria lady Vivian se había empeñado en descubrir al culpable pese a las advertencias de Stewkesbury. Y si una mujer audaz corría peligro, el deber de un caballero era protegerla a toda costa. Lo que ni Vivian ni Oliver podían prever era que aquella aventura podía costarles el corazón a ambos.