Soren Kierkegaard (1813-1855) pudo ser un maestro, quiso ser un testigo y llegó a ser un profeta. Hace 200 años nacía en Dinamarca, ese frío rincón de Europa de donde nada bueno se esperaba, este escritor fogoso, apasionado, polemista y provocador, para incomodar a una sociedad próspera y conformista que se aclimataba al pensamiento único de su época, y cuya religiosidad luterana pretendía mantener la cristiandad sin el evangelio, la religión razonable sin la pasión de la fe, y esa moderación respetable tan alejada de la locura del Cristo crucificado. Kierkegaard, el espía de Dios, oculto detrás de las máscaras de sus libros, se dedica a desenmascarar la inautenticidad de la vida tibia del hombre contemporáneo, asimilado a masa, y ponerlo en soledad ante sí mismo y ante Dios para que descubra, no la verdad abstracta, sino su verdad de individuo único e irrepetible. Doscientos años después, reivindicado por filósofos como M. Heidegger, J.-P. Sartre, K. Jaspers, G. Marcel, E. Mounier y otros muchos, se ha cumplido lo que el mismo Kierkegaard -porque vivía en el futuro más próximo: la eternidad- había profetizado: No sé lo que podrá sucederme en el inmediato futuro, pero sí sé que en la época próxima habré pasado a la historia. Así ha sido y así es.