Somos de la misma sustancia que los sueños, dice Shakespeare en La tempestad , su última obra y, para muchos, la culminación de todo su proceso creador. Pieza alegórica, utópica, realista, romántica, pastoril y mítica, se nos presenta como un cuento maravilloso que encierra algún enigma o significado huidizo. Su composición parece inspirada en un célebre naufragio ocurrido en 1609 cerca de las Bermudas. El pasaje, que se creía muerto, se salvó y vivió durante un tiempo en una isla paradisíaca. En pleno debate sobre el descubrimiento y la colonización del Nuevo Mundo, Shakespeare aborda en su obra los problemas de la relación con otras culturas y las perspectivas de convivencia o sometimiento; el encuentro del civilizado con el salvaje; lo primario e instintivo frente a lo racional; la posibilidad de crear una comunidad con un nuevo orden social basado en otros valores, y los obstáculos para llevarlo a cabo. Pero La tempestad es mucho más: para unos, el drama renacentista por excelencia, que expresa admirablemente las inquietudes intelectuales de la época; para otros, una tragicomedia sobre el amor, la libertad y la lucha por el poder. Pero La tempestad es, también, una reflexión extrema sobre los límites entre ficción y realidad. Inagotable en posibilidades escénicas, en ella dejó Shakespeare su última palabra sobre la magia del teatro.