El sol, lento, desciende, imperturbable, exacto, hacia el punto aquel preciso de Poniente donde siempre esconde su ardiente cabellera, levándose consigo la luz de cada día. Desde horas antes, las nubes que le estaban esperando en el ocaso, cuando la claridad comienza a sonrojarse y las atraviesa, esas nubes vigías de la tarde se detienen.