Ángel visita en el hospital a su tío Emilio, enfermo terminal de cáncer. La alambrada es el relato de esta última conversación, radicalmente libre y trágica, entre un joven y el hombre al que admira y que yace moribundo. El decorado sencillo, con una cama y una silla, un frasco con flores y una cortina que divide en dos la habitación, basta para que, al hilo de la conversación, vayan acercándose al lector los personajes y motivos que deambulan por las páginas del libro, algunos reales, como Gabriel o Luisa, y otros omnipresentes, como la imaginación, el amor y la muerte. Sería quizá necesario remontarse al marqués de Sade para encontrar un antecedente literario de La alambrada. Si en Diálogo entre un clérigo y un moribundo el marqués de Sade abordó, entre filosófico y libertino, la existencia de dios, aquí es la propia existencia del moribundo la que se cuestiona: su caudal de experiencias, sus sueños y frustraciones, su modo de entender la vida y de afrontar su fin. La alambrada recurre a la memoria desnuda sin con-cesiones, pues tal como nos dicen sus protagonistas, “la vida es un argumento que se construye y se borra, pero nunca se puede olvidar”.