En agosto de 1963, Kenzaburo Oé, que entonces era un prometedor escritor de veintiocho años, se dirigió a Hiroshima para hacer un reportaje sobre la novena conferencia mundial contra las armas nucleares. Oé, indiferente a las maniobras de poder de los políticos, se interesó de inmediato por los testimonios de los olvidados del 6 de agosto de 1945, divididos entre el deber de recordar y el derecho a callarse; ancianos condenados a la soledad, mujeres desfiguradas, responsables de la prensa local y, sobre todo, los médicos que luchaban contra el síndrome de Hiroshima, los efectos tóxicos de la radiación. Y estos encuentros habrían de cambiar para siempre la vida y la obra del escritor. Oé vio en su heroísmo cotidiano, en su rechazo a sucumbir a la tentación del suicidio, la imagen misma de la dignidad. ¿Cómo otorgar sentido a una vida destruida? ¿Qué nos ha quedado de la catástrofe nuclear? ¿Quién, a menos que decida deliberadamente no ver nada, no decir nada, no pensar nada, podrá acabar con aquella parte de Hiroshima que todos llevamos dentro? Oé no da respuesta a ninguna de estas preguntas, siempre actuales. Él sólo se interroga, y nos interroga. Y es así como su reportaje adquiere la dimensión de un tratado de humanismo de alcance universal.
